En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, cómo se vivió el Superclásico y cómo es sentir un gol en La Bombonera, cuando no se lo puede ver…

Max”, muestra el teléfono y dice: “Mirá, son las 19:05”. Es el horario en que los fuegos de artificio dejan de retumbar en el cielo, para darle lugar al retumbe de las gargantas, que hasta el último segundo esperaron para desahogar. Para terminar con un “Boca de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón”, más fuerte que de costumbre. Con una mufa que se saca después de siete años en que veníamos de pálidas frente a ellos, los que siempre empalidecieron hasta llegar a su tono “blanco fantasma”…

La jornada empezó mucho antes. Y decir antes significa varios días antes. Cuando en Santa Fe el árbitro da el final, Boca gana y Florencia dice un chiste, para arrepentirse casi a la misma velocidad en que lo dijo: “Si no viste el primer gol no deberías ver el partido contra ellos”.

Es sábado por la noche, el colectivo se demora, aunque no hay problema. Permite que veamos el ingreso de Ginóbili al salón de la fama de Básquet. Manu, quien hizo festejar el doble vs Serbia en 2004 como si fuese un gol de Boca en una final, hace que la conmoción se apodere del cuerpo. Se está sensible por demás, en una semana donde en la clase de teatro se habló de querer sacarse al hombre gris, en el que uno se transforma a veces: “Vengo para volver a ser colores”. Un rato antes de aquello, la confirmación de asistir al clásico y poder empezar a ser esos colores, pero siempre por los primeros: el azul y el amarillo.

No falta tanto para que la noche se convierte en domingo por la madrugada. Al llegar a la Plaza el taxista pregunta cómo saldrá el partido al día siguiente: “Hay que ganar como sea” es la respuesta. No hay número, no hay estadísticas. Hay sensaciones: no hay que dejar que se nos empiece a ser mala costumbre que se sientan a gusto en la cancha nuestra. Por más que desde que asumió Román, por decirlo de algún modo, ganaron uno solo de todos los superclásicos.

Pero ahora es con gente, nuestra gente, somos los dueños de la fiesta y hay que hacerlo valer. Ahora es con nuestra gente, como “Charly”, que lo único que tiene es una sonrisa que anticipa algo: será un buen viaje. Además de las charlas de Boca, salen las de familia, pero también las cábalas. Se sabe que la camisa negra y blanca será usada si en el primer tiempo Boca no va ganando, pero también se pensaran nuevas estrategias. Por ejemplo, dónde almorzar, ya que la última vez que él fue a Los Campeones, el resultado no fue el esperado. Pero quedan muchas horas de viaje, hay cuarteto, fernet, gente que se arma una picada. Falta mucho para el almuerzo, lo mejor sería descansar. Aunque eso es un decir, para peor, el posible sueño se corta con señales que uno busca hasta en donde no las hay. Frenar en el “Parador 9” de Villa María, pretende ser lo esotérico para explicar que Darío Benedetto pueda convertir y “reivindicarse”.

“Sabor Porteño” se llama el bar que queda en Dr. del Valle Iberlucea 1090, que antes se llamaba “Café Oriente”, como  ese lugar que tan bien nos sienta, porque en ese punto cardinal se encuentra “nuestro segundo barrio”. Esta esquina el lugar donde Ornella y Tomás recuerdan a su abuelo que se llamaba como este último. “Hoy sería su cumpleaños” dice la nieta. Sería un lindo regalo para todos y para su memoria, que gane Boca.

Hay un paseo casi obligado por Caminito. Porque ir a La Boca y no pasar por Caminito… es como ir a La Boca y no pasar por Caminito:  un pecado. En uno de los bares suena Fito Páez: “Me gusta estar al lado del camino” canta. “Nos gusta estar al lado de Caminito, fumando el aire mientras el tiempo no pasa”, podríamos cantar nosotros. Que siempre, cuando estamos en el único barrio de primera, sentimos mucho más eso de “me gusta abrir los ojos y estar vivo”…

El almuerzo, luego de analizarlo mucho fue en Los Campeones. Porque estar en La Boca y no comer pizza… es como estar en La Boca y no comer pizza: un pecado. Hay cuadros de un montón de campeones, por eso su nombre. Entre ellos el Belgrano del 91, que recibe corazones desde Córdoba. También hay muchas fotos de Maradona, que recibe corazones de todo el mundo.

Comprar un energizante porque se va a estar muchas horas parados es casi una excusa para comprar algo. Tomar agua cumpliría la misma función. Estar cerca de la cancha es como toparse con un oasis cerca del desierto. Uno se nutre, se hidrata, se revitaliza. Hay previas por todas partes. Hay bengalas para decorar un poco, al hermoso cielo celeste que nos espera con las nubes abiertas. Hay mucha risa, hay mucho canto, hay mucha adrenalina. Hay una gallina que cuelga de unos cables y hay unas sombrillas que mejoran ese óleo de hinchas de carne y huesos. Una obra de arte que no es contemplada por ningún museo. Pasa que este arte no está muerto, está más latente que nunca.

Llegar a la cancha fue como viene siéndolo: un caos. La calle Pinzón se llena de gente y de policías que parecen no estar preparado para mantener el orden. Para peor, pareciera que lo único que los motiva es desordenar para después reprimir. “Charly” pregunta si estoy bien. Me debe ver la cara de apretado, no tengo fuerzas para pechar. Soy un papel que va al ritmo de una marea que se hace insostenible. Justo cuando parece que no damos más, la policía deja de empujar, se aparta y empieza a pegar con los bastones a algunos que pasan. Dicen que la felicidad duele, por ende es la señal de que estamos más cerca.

Son las 14 del domingo 11-09. La Bombonera está como en sus mejores épocas. Está radiante y la “Natalio Pescia” también. Faltan tres horas para que empiece todo, sin darnos cuenta de que en ese momento ya está empezando todo. Cuando levantamos la mirada y vemos un mundo de gente, en nuestro lugar en el mundo. Esas horas van a ser muy lentas. Tanto que hay que pasarlas de la mejor manera, como mirando a un nene que con su gorro se tapa la cara. Cuando se lo saca se ríe. Lo hace muchas veces, para que uno se entretenga con eso y lo copie. Cerrar y abrir los ojos varias veces, para asegurarse de que estamos nuevamente en un partido tan importante.

La gente lo sabe y lo entiende también, por eso el cotillón es sorprendente. Hacía mucho tiempo que Boca no tenía un recibimiento de tanta magnitud. Para las 17 hs, un telón en el verde césped con la leyenda “El único grande” contagia a la gente del único grande, que tiene banderas con rostros conocidos, que ayudaron a esa condición: Bianchi, Maradona, el “Toto Lorenzo”, Palermo, Riquelme. Hay escudos gigantes y estrellas que se mezclan con copas. Hay papeles y globos en todas partes. Hay mucho humo, muchas bengalas, hay mucho estruendo y hay un capitán que rompe el protocolo y hace salir a los jugadores sin los rivales.

Hay una sensación de presencialidad desde el vamos.  Y estamos nosotros, más presentes que nunca, tan emocionados como siempre. Que lloramos con semejante muestra de cariño y amor. “Boca mi buen amigo” suena, para confirmar esa condición con un recién conocido que la noche anterior fue a ver a Ciro y Los Persas. Entonces sin saberlo, a “Max” y a mí se nos viene la misma canción y melodía a la cabeza: “Qué placer verte otra vez (así) Boca”.

Como un cono de auxilio, vestido de un furioso naranja, salvó la primera jugada de peligro de ellos (y hasta la única de todo el partido). De ahí en más, Boca marcó terreno en el lugar en el que supuestamente se sentían a gusto los otros, tal como había dicho su entrenador. Los nervios hacen mirar una y otra vez el reloj. Cada segunda pasa mucho más despacio que de costumbre, cada pelota ganada se festeja como se debe, cada pelota perdida se alienta como se sabe. Llega el final del primer tiempo. Unos escalones más arriba, Charly empieza a creer que la cábala ahora será no ponerse una camiseta. Unos escalones más debajo de él, la camisa cábala entra en función. La misma que vio el último gol del Titán a ellos en 2011, hace su aparición.

El segundo tiempo sigue con el ritmo del primero. Los neutrales hablarán de partido aburrido, pero nosotros ahí no tenemos ni tiempo de pensar eso. Estamos atentos, estamos mirando cada parte del escenario, deseando que cuando se baje el telón sea con la risa de nuestro lado. El reloj no llega a marcar 19 minutos cuando Fabra tira un centro y después de un rebote “Pol” Fernández la agarra como viene. El que sí llega a sacar semejante pelota es Armani, que produce insultos al aire. Nadie lo puede creer. De golpe en la tercera bandeja, del arco que da al Riachuelo, alguien enciende una bengala de humo. Es el único instante en que no estoy mirando para abajo, hacia donde está pasando todo. Cuando aprieto el disparador de la cámara, se disparan un montón de otras cosas. Se dispara Benedetto que anticipa a Pinola y con un cabezazo que pica antes, mete el gol. Y mientras siete jugadores salen disparando para treparse al alambrado, los que se disparan son los corazones de los miles de la segunda bandeja. Porque son ellos los que hacen que se forme la avalancha, que nadie sepa qué hacer, cómo gritar o con quien abrazarse.

Ese gol suena más fuerte que siempre. Es una estampida de vibraciones, es un shock de adrenalina. Es una dosis de vitalidad, de sentimientos, pasiones y amores que se resumen en tres letras que se alargan lo más que pueden. Es un gol tan necesario, como justo. Es un gol tan anhelado como inesperado.

La postal quedará para la eternidad. El “Manteca” Martínez se multiplicó por siete, que emulan su festejo de hace treinta años atrás, en un partido frente a los mismos y con el mismo resultado. Es una imagen que se grabará a fuego, en quienes no dejamos que el fuego sagrado se apague. Los que lo avivamos cada día al despertar y lo pasamos en generaciones, en bosteros y bosteras que se quieren quedar a vivir en estos minutos.

El segundo tiempo será con más nerviosismo que el primero, con el resultado puesto. La muchedumbre se moverá “de la cabeza”, porque esta locura es la más hermosa. Bailaremos el vals con la más hermosa, esa señora de 117 años a la que le declaramos amor eterno; miraremos intranquilos cada pelota que llegue al área, para sacarla entre todos. Gritaremos más fuerte para que los ataques sean con todas (ya sabemos que Boca es su Gente), nos agarraremos la cabeza cuando el árbitro de siete, ocho minutos. La última jugada cortará la respiración de todos y resurgirán las de los que no están cuando nuestro arquero se quede con el balón, los tres puntos, la victoria y la seguridad de haber sido participes de una jornada inolvidable. Desde el palco, con esa tranquilidad nerviosa, Riquelme se cebará un mate más, esperando como quien lo hace al lado del río para empezar a disfrutar. Y en ese disfrute nos tenga a todos y a todas.

Max, muestra el teléfono y dice: “Mirá, son las 19:05”. Es el horario en que los fuegos de artificio dejan de retumbar en el cielo, para darle lugar al retumbe de las gargantas, que hasta el último segundo esperaron para desahogar. Para terminar con un “Boca de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón”, más fuerte que de costumbre. Con una mufa que se saca después de siete años en que veníamos de pálidas frente a ellos, los que siempre empalidecieron…

Cuando la alegría por ganar no entra en el cuerpo ni en la mirada. Esa que se perdió el gol, casi como transformándose en una nueva cábala. Pero que es mucho más profundo que eso. Es la primera vez en mi vida que no veo un gol en La Bombonera, pero que lo sentí. Porque lo escuché, en esa enajenación popular que suena tan plácidamente en los oídos; lo palpé, en los abrazos al alma que nos dimos cientos de desconocidos, que en ese momento éramos uno; lo olfateé, en el aire lleno de humo azul y oro; lo degusté, en las lágrimas que fueron cayendo desde esos ojos que han visto tanto, pero que siguen ilusionándose como cuando niño, esos ojos que se conmovieron cada vez que pisaron ese maravilloso suelo.

Fue la primera vez en mi vida que no vi un gol de Boca en la cancha. También fue la primera vez que lo sentí, que lo vivencié por los otros sentidos. Que la piel se erizó como siempre y más que nunca. Fue la primera vez que experimenté un gol con el cuerpo, más allá de la mirada. Que me latió en todo mi ser y toda mi existencia. Y eso, no se olvidará jamás.