En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, 20 años de un partido clave para la obtención del Apertura 1998. 

Desahogo. Esa era la palabra de aquel domingo de 1998. Alivio, emoción, saber que la gloria estaba cada vez más cerca. Después de 6 años que nos esquivaba.

Hace 20 años, un 15 de noviembre, Boca recibía a Talleres por la 15a fecha del Apertura. El mundo bostero ea un manojo de nervios. Pero allí estaban Guillermo y Palermo, para ir hilvanando una a una las sonrisas…

Viento dile a la lluvia que quiero volar

La cita era en “Punto Banana”, el lugar que de golpe se había transformado en una especie de cábala. Pero este domingo, todo parecía tan cercano, tan al alcance de la mano que la ansiedad no se pudo manejar. La decisión correcta era ir antes de lo habitual. Es decir dos horas previas al partido.

Ya habían pasado partidos imborrables y estresantes. Habían quedado atrás las goleadas a Huracán, Belgrano, Colón… Había pasado el cuco de Vélez, que Palermo había borrado con su pierna zurda; habían pasado los sofocones frente a Argentinos Juniors y el dolor de las expulsiones frente a Racing. Ya había sido una fiesta en el Nuevo gasómetro y Oscar Córdoba, ya había puesto el cuerpo y las manos por el equipo en el Monumental. El Superclásico terminaría 0 a 0, por el penal atajado a Gallardo y la ilusión empezaría a tomar forma.

Ya Boca era un equipo con un andar firme, un equipo homogéneo y todas las características, que le quieran poner. El plantel estaba con confianza y la transmitía a sus hinchas. Era el comienzo de lo que vendría después.

Y los que estábamos en “Punto Banana” sabíamos todo eso, pero igual la posibilidad de ser campeones nos podían. Y entonces no había cigarrillos que aguantaran tanta emoción, ni cervezas que duraran mucho tiempo. Pero sobre todo, no había lugar. En un bar, éramos más de veinte tipos todos apretados. Parados muchos, algunos en mesas que ocupaban espacio. Y los “revoltosos” atrás, saltando y cantando. No faltaba nada. Sólo el partido.

 

Bajo la lluvia vibra un corazon con la idea de sentirse mejor

Bianchi estaba a la cabeza, y en la cabeza de los hinchas que lo ovacionaban, con un camperón que evitaba que se mojara el traje. Y nosotros, estábamos todo “trajeados” de Boca. Eso era motivo de alguna que otra cargada con los “tallarines” que pasaban en moto, pero nada más. Todos sabíamos que esa tarde ganaba Boca, hasta Marcelo Araujo que gritaba: “Aquí está el próximo campeón argentino”. Y más cuando Guillermo, al minuto, metió uno de sus mejores goles en Boca.

Luego de un pelotazo de Serna, que aguantó y cuidó, giró con ella se fue de derecha a izquierda, esquivando a cuanto jugador de Talleres se cruzara. Lo más parecido a una jugada de Messi, en estos días, pero con la particularidad que era en ese día. Cuando Gimnasia seguía de cerca a Boca, pero se rendía ante las gambetas y el golazo de Guillermo. Cuenca no podía hacer nada, el defensor en la línea tampoco. La gente se volvía loca, habían pasado 60 segundos y Boca ya ganaba.

En el Bar todo era alegría, y en la cancha la fiesta no se frenaba ni con la lluvia torrencial que caía.

 

Para el segundo tiempo, la ventaja no era definitoria. Talleres se acercaba, Boca trataba de liquidarlo. El campo de juego también jugaba su partido, al igual que la gente. De golpe, después de la mitad del segundo tiempo, la “T” se empecinó en arruinar la fiesta o alargar la agonía. Empezó el peligro con cabezazos de Maidana, Pino, y un Boca que se iba quedando. Y tanto se quedó que a los 38 minutos le empató.

Zelaya fue el verdugo, el que le hizo gritar el gol a cordobeses y a toda la contra (como siempre).  Y el tiempo, el tiempo parecía empezar a correr más rápido. Y entonces la soga del ahorcado, que Korol había usado para que los jugadores escribieran campeón, la queríamos usar para apretarnos lo que fuera; entonces la lluvia empezó a ser más pesada; el cambio de Basualdo por Adrián Guillermo fue para que alguien veloz ingresara; y los rezos de todo el mundo eran tapados por las gotas y el barro; en el bar nadie quería decir nada, pero todos deciamos algo con la mirada.

Entonces, cuando nada parecía que iba a pasar, Guillermo le metió la pelota al otro Guillermo, al “Escobillón”, que aprovechó el resbalón de Villarreal y se fue casi a la línea final, y metió el centro y Palermo primereó, anticipó a todos, a la historia, a la gloria y con la punta del botín la mandó a guardar.

Y el grito fue de desahogo. Fue ensordecedor en la cancha y en el Bar. Y la avalancha detrás del arco de Cuenca, se emuló en Punto Banana. Los que estaban atrás de todo saltaron y se avalanzaron. Los que estábamos adelante los seguimos. Se cayeron cosas, se rompieron botellas, pero se mantenía intacta la fe. Y el grito fue tanto y los abrazos fueron tan incansables, que nadie quería que terminaran. Como Palermo, que corrió desesperado a abrazar a Bianchi y llamó a todo el plantel.

Esa montaña azul y oro, de jugadores que se sabían campeones, fue bendecida por Diego que gritaba en cuero desde su palco. Que gritaba como todos, los goles al principio y al final, que entendía lo que todos: ese equipo no era uno más.

Por eso nos abrazábamos y seguíamos festejando, cuando se marcó el final. Porque no quedaban gargantas enteras, porque estábamos bailando en la tierra del cuarteto, porque nos sentíamos ya campeones. Porque nos reflejábamos en ese abrazo al terminar, amando más que nunca a Boca. Porque todos sabíamos, que el póster que pegué al otro día en mi pieza, donde se veía a un Martín épico, era cierto: Goles son Amores.