En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, la pasión compartida y la primera Final de la Libertadores.

-Ey hijo, ¿qué pasa?. Preguntó entre dormido y asustado mi viejo.

-Pa, llamá ya a la Estación, que mañana nos vamos a la cancha. ¡Volvemos a La Bombonera! Le dije sin más explicaciones. Así cortito y directo. Sin dudar. Como debe ser.

El viernes 9 de noviembre a las 15:30, aún seguía estresado y excitado. Pero con la felicidad plena de saberme en nuestro lugar en el mundo y con mi viejo.

Después del pase de Boca a la final, fueron horas sin dormir, mañanas pensando cómo hacer para ir a semejante partido (por el filtro, por el sistema, por todo). Hablar con periodistas, gente del Club, ex dirigentes, ex jugadores, Departamento de Prensa, hasta un jugador actual… Nada permitía ver ni una mínima luz, ante la oscuridad de la certeza que daba faltar a este partido.

Mensajes, llamadas, audios, rezos, promesas… Nada había hecho que el destino, jugara para nosotros. Pero el viernes, cuando la resignación se apropiaba de uno, Matías Martin en Basta de Todo dijo: “Hoy brindamos porque vamos a regalar entradas para ir a la cancha, mañana. El que llame y se anote, participa para ir a ver a Boca”. Comer antes que todos en el trabajo, fue la mejor decisión, además de insistir más de 100 veces ante un teléfono que daba ocupado.

La idea inicial era contar una historia que valiera la pena, para ser el merecedor de esos pases a la felicidad. Pude contar algo de lo que había hecho mi viejo, para que yo conociera a mis ídolos, cuando era chico. De mi libro de poemas a Boca, y del sueño que era poder llevarlo yo a él, en esta etapa de mi vida. Pero además era competir mencionando algunos arqueros, sin decir un “eh” dubitativo, que hiciera perder.

Cuando me dieron como ganador, Dalma Maradona, que se ofrecía vía red social a buscar las plateas, fue la sorpresa y el “Negro” siendo el encargado del trámite, el custodio de ellas. No lo podía creer, no podía hablar. Marcelo y Nelson , compañeros bosteros del laburo, tampoco.

Mi Buenos Aires Querido

El sábado por la mañana, cuando llegamos a La Boca ya el viaje previo, era historia. El cansancio de días y días se había esfumado. La ansiedad de Rubén se mantenía y hasta aumentaba, en el colectivo, cuando iba por las calles de semejante Barrio.

El itinerario, sin querer, obligaba a llevarlo a la puerta donde habíamos entrado a nuestro primer partido en el templo, en el 2001. Aquella vez también una final. En aquel entonces, los mismos nervios. Parecíamos dos turistas japoneses, sacando fotos a cada rincón. Por más que no hay cámara que aguante ante tanta, tanta pasión y tanto amor.

La Perla fue el alimento al cuerpo y al alma. Fue el recuerdo latente, de aquel menú que se repetía. Fueron las miradas cómplices y los chistes, para cortar con la tensión. Fue la charla embanderada con la mesera colombiana, que escuchaba con atención. Pero también el saludo casi tímido con Rodrigo de Chile. Que se transformó en una charla de horas, en el compartir la mesa con César, Matías y Azu, hincha de la contra que terminó diciendo que le gustaría ser bostera, por todo lo que se había dicho. Es que lo que se había dicho, hablado rondaba entre Juan Román, la  pasión que excedía las alturas de la Cordillera, la poesía de Pablo, las canciones de Violeta y Víctor. La historia de vida, con Boca como pilar. El sentimiento a flor de piel.

Cuando todos miramos el televisor y nos enterábamos que se suspendía el partido, lo que comenzaba era una amistad, que quedó sellada con la camiseta “Parmalat” de Rodrigo, como obsequio. “Sé lo que significa esto, por eso te la regalo. Porque sos merecedor de ella”. La emoción se confundía con las gotas que caían.

La emoción se transformó en angustia, cuando nos enteramos de la muerte de Sebastián Gabriel Berra, César Ezequiel Jones y Malcom Viton. Ellos que de golpe fuimos todos. Los que nos hicieron llorarlos por dentro, aplaudirlos por fuera. Agradeciéndoles la muestra del sentimiento, puteando al cielo, compartiendo el dolor. Sabiendo que el domingo nos iban a faltar cuatro titulares en la tribuna. Que pidiésemos una alegría, ya no por nosotros, sino por ellos. Agradeciéndoles que ahora alienten desde el cielo.

Hubo que refugiarse entonces, en la casa de Pedro Lajst. Allá donde las luces no alumbraban, pero el pecho se encendía. Allá, donde volví a ser niño, con sus chistes, consejos, con Roma como protagonista. Con la dosis de bosterismo necesaria, para pensar en que lo difícil, podría ser posible. Volver 20 años atrás, cuando Boca era lo que nos ardía. Como ahora…

Ay Celeste, regalame un sol

El abrazo con Rubén, el domingo por la mañana, fue al asomarnos por la ventana. Fue el mirar -porque lo miramos- como el calor iba subiendo por las escaleras del hotel. Sentir como se apropiaba de los cuerpos azules y oro, para salir a las calles, en la procesión mágica.

El “vamos que se juega”, fue el grito de desahogo. El puño apretado, la confirmación con la mirada. Este domingo sería el de la vuelta, el de volver los dos juntos a nuestro lugar en el mundo. Volver a La Perla fue tratar de disfrutar el almuerzo pero, siéndonos sincero, con el estómago cerrado.

El “vamos”, más acortado, fue el inicio de la procesión. De ese camino inolvidable, cuasi perpetuo en un paisaje, que cambiaba de muchos colores a solo dos. Y de los conventillos que daban lugar a la casa de todos, ese gigante de cemento, que está hecho de historias, de momentos, de instantes como estos.

Cuando el molinete dio la luz verde, el paso fue sin prisa, pero sin pausa. El abrazo fue ideal para ser retratado, la emoción fue digna de no ser borrada. La voz se quebró, los ojos se humedecieron, la bandera de siempre fue apretada más fuerte. Frente a la puerta 3 y al escudo gigante, no hicieron falta palabras. Nos quedamos mirando las estrellas brillantes, las que guiaron nuestro norte desde siempre.

Entrar a la cancha, fue el sueño cumplido. O mejor dicho el otro sueño cumplido. Ahora me tocaba llevarlo a mí, como hizo siempre él. Que me fue guiando, inclusive cuando no sabía cómo hacerlo. Entonces la puerta de entrada, fue la entrada a la felicidad máxima. A las lágrimas que brotaron sin pedir permiso, al empaparse, pero ahora los ojos por lo que veíamos.

El tiempo fue aliado nuestro. Sí, ese que se va y que nos va poniendo más viejos. El guacho que va rompiendo ilusiones, ratos, minutos. Por un momento lo sentí mi mejor amigo. Por un momento pensé que me daba una vida más, un rato de eternidad. Porque cuando nos abrazamos y lloramos nuevamente los dos, como hace 17 años, el tiempo no pasó.

Volver a la cancha, sentados en el mismo sector, fue más que lo que acá se escribe. Fue más que la pregunta del periodista que desde Buenos Aires decía: “¿Ustedes van a viajar desde Córdoba, con la lluvia que se viene? ¿Ustedes están locos?”. La respuesta fue afirmativa. Como el movimiento de nuestras cabezas, que confirmaban lo que queríamos por tantísimo tiempo.

Ese tiempo, que se había detenido en el 2001 y que después se ensañó y pasó volando. Sin respetar nada. Ni los deseos, ni los planes, las ideas, lo que queríamos hacer. Ese tiempo fue, nuevamente, aliado nuestro. Porque se quedó ahí. No sé cuanto fue. Un segundo o un siglo, pero se quedó ahí quieto. Contemplando lo que nosotros, emocionándose como ese padre y ese hijo, que con el paso de los años no olvidaron nada. Como si fuésemos el tatuaje que habíamos visto, en la pierna de otro mortal bostero.

Ese tiempo que fue testigo de nosotros dos y de los miles que habían allí.  Y que no se movió, se detuvo con nosotros, para volver a sentir.