El enganche retornó al once titular luego de varias fechas y fue el conductor de un Boca que no tenía identidad de juego. Te contamos su partido ante Olimpo.

Boca deambulaba sin rumbo futbolístico. Los cuestionamientos recaían sobre la actitud en el campo de algunos futbolistas o sobre las malas decisiones dirigenciales. Con sentido común, basados en el agradecimiento hacia el entrenador más glorioso del club y cimentados en la idea de evitar la inestabilidad institucional que podría generar a futuro un eventual despido del Virrey, los hinchas xeneizes apoyaban en gran mayoría la intangibilidad de Bianchi en su cargo. Pero cada vez era más difícil encontrar argumentos futbolísticos para sostener al querido Carlos ante los embates de dirigentes y algunos periodistas.

Es que más allá de los evidentes malos resultados, Boca seguía mostrándose como un equipo sin identidad, falto de ideas, opaco desde lo individual y colectivo. Aún con jugadores de la talla de Agustín Orion, Juan Forlín, Daniel Díaz, Fernando Gago, Emmanuel Gigliotti e incluso de los cuestionados Juan Sánchez Miño o Juan Manuel Martínez, Boca no lograba una manera de juego apreciable. Cualquier rival ponía en jaque al Xeneize. Hasta que volvió Riquelme desde el inicio.

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Sin Román, Bianchi apostaba a un medio campo poblado de futbolistas con cualidades para jugar por detrás de la línea de la pelota, entonces el tan valorado equilibrio se convertía en una quimera para un Boca que no podía mantener el dominio desde la tenencia. La utilización de futbolistas sin cualidades para determinados roles, tal el caso de Pablo Ledesma iniciando el juego en la base del mediocampo o Cristian Erbes recostado por la derecha encargándose de cubrir espacios y lastimar por ese sector, eran solo algunos de los factores que propiciaban un equipo irregular, sin solidez, que no podía hacerse cargo del trámite del partido y que cada vez se hundía más preso de la desconfianza generada por la falta de rumbo. Incluso el criterioso Gago se veía inmerso en los desacoples colectivos, sobrepasado además por atribuciones que no le son propias: las que corresponden a un conductor en la zona crítica del juego.

Y cuando la ansiedad ya era desbordante, cuando las razones futbolísticas no permitirán encontrar lógica al atinado apoyo popular hacia Bianchi, cuando Boca solo parecía un cúmulo de buenos futbolistas desparramados en el campo sin un horizonte claro, volvió Román a dirigir la batuta y frenó a la adversidad.

Colmado de paciencia y asumiendo responsabilidades, Riquelme se adueñó del equipo. Como siempre, como en cada uno de esos 200 partidos en los cuales dignificó en La Bombonera a la camiseta del club más importante de América, Román se calzó la 10 y asumió el rol central. Desde el mediocampo, con toques cortos, mostrando el camino. Con aciertos y algunos errores, aún sin encontrar su plenitud física, pero alumbrando a sus compañeros con una claridad conceptual que es casi irresistible para el trámite de cualquier partido. Cada pase suyo es una invitación a cuidar la pelota, una indicación para continuar por un camino, una mano en la espalda para otros futbolistas que sin tanta convicción y claridad suelen perder la confianza con facilidad.

Entonces, sus compañeros que arrastraban evidente inseguridad, comenzaron a abandonar sus complejos. De a poco, los laterales fueron animándose, ayudados por los ritmos que marcaba el organizador. La defensa no sufría en demasía, ya que las posesiones xeneizes eran más prolongadas de lo habitual. Los eventuales desatinos de Ledesma en el inicio de las jugadas quedaban disimulados por la coherencia que adquiría el juego con la presencia de Riquelme.

Boca no aplastaba a Olimpo, pero lo dominaba y eso era un buen indicio. Hasta que llegó el gol de Sánchez Miño, otro que se benefició al desligarse de la función de ser un jugador vertebral. El zurdo trabajó como complementario de Riquelme, liberándose así de la responsabilidad en el armado. Apenas comenzaba el segundo tiempo y tras un buen desborde de Leandro Marín, encontró una pelota en el área y convirtió el gol de la ventaja.

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Boca continuó intentando de la misma manera. Buenas coberturas de Forlín y Erbes, más alguna buena tapada de Emanuel Trípodi, fueron un aporte fundamental para mantener la ventaja en el marcador. Y cuando el partido llegaba a su final, otra subida de un lateral, en este caso Emanuel Insua, generó el penal que posteriormente sería convertido por el protagonista absoluto del partido, Riquelme.

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Es que Juan Román volvió a demostrar que desde la claridad de conceptos todo es posible. Utilizando el ancho del campo, frenando y acelerando dependiendo de los momentos, eligiendo oportunamente cuando sus compañeros debían sumarse al ataque por los costados o tocando hacia atrás para obligar al rival a que se adelante dejando descubiertas sus espaldas. Todo eso vive y nace en la mente de un superdotado futbolístico como el 10 de Boca.

Ayer desde el inicio, Riquelme volvió a conducir a su equipo hacia una victoria importante, lograda sin brillo pero casi sin sobresaltos. Boca fue un equipo equilibrado, más corto, paciente y sin inseguridades. Los años pasan para todos, para Román también. Las lesiones lo maltratan pero él insiste en volver y gracias a Dios que así sea. Es que si Riquelme juega, Boca encuentra lo más importante que hay en el fútbol: el sentido colectivo.

Todos giraron a su alrededor, el juego xeneize fue más armónico, balanceado, equilibrado. Hay mucho por mejorar y es obvio que no todo puede depender de un único futbolista, pero Boca tiene en sus filas al inigualable Riquelme, quien cada vez que juega, saca el manual e impone su sabiduría. Cada partido será un desafío para este inestable Boca. Bianchi deberá encontrar el modo de sostener este funcionamiento. No parece fácil, pero ayer quedó demostrado que se puede. Quizás lo indicado sea seguir las consignas del 10, aún cuando él no sea de la partida. Es que al fin y al cabo, cada vez que puede, Riquelme nos indica cómo se juega a esto que se llama fútbol.

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