En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, la final de la Copa Libertadores 2001.
Las lágrimas pueden ser de diferentes formas. Mejor dicho, pueden ser por causas diferentes. Las primeras de esa noche fueron por lo majestuoso. Lo impecable. Lo inexplicable. Es muy raro y a la vez tan hermoso, entender que el corazón palpita al ritmo de tus piernas. Es decir: el corazón late al ritmo en que subís las escalinatas. Si lo haces rápido, el corazón acompaña. Si vas despacio, casi lento, mirando uno por uno los espacios amarillos, él también lo hace. Guarda para sí ese pequeño instante en que uno se olvida de la muerte. Se le infla el pecho, de allí la energía sube por el cuello, y cuando está a punto de explotar sin más, tiene como vía de escape la boca. Para gritar ¡Boca te amo!

Era frío junio en Buenos Aires. Antes habíamos ido a saludar/conocer a quien me regaló las entradas. Pedro Lajst, ex Jefe de Relaciones Públicas, cuyo cargo fue mutando con el tiempo para recibirse como padre porteño. Él me tranquilizó de antemano y con su carcajada siempre fuerte, siempre tan alegre, me daba a entender que esa noche la Copa quedaba en casa.

Eran nervios y nervios. Me molesta mucho que el tiempo se empecine en no pasar cuando debe, y cuando no debe, se apura. Corre, vuela, se hace más cruel. Más sufrible, se nos ríe en la cara. Nos da la espalda cuanto más lo necesitamos.

Estaba ahí codeando con él, cuando fuimos al frente de la Cancha. El banderín que rezaba que éramos campeones antes de jugar, me daba miedo. No quería festejar antes de tiempo, pero reconozco que ese “Tetracampeón” quedaba muy lindo de azul y amarillo. Ya la gente saltaba, gritaba y alguna que otra cámara debía hacer trabajos para llenar espacios en los programas previos. Una de esas cámaras, de El Aguante, vino a preguntarme cosas. Yo que me creía un piola bárbaro despotriqué mucho contra los primos. Más adelante entendería que eso no servía de nada.

Entonces cerca de la hora entramos. El corazón me daba el ritmo de las piernas y viceversa. Las paredes vibraban. Yo sentía que todo se venía abajo. O que yo me venía abajo cuando me topé de frente con ella. La Bombonera y yo. Perdón el personalismo, pero cualquiera que lea esto me va a saber entender. Yo nunca había ido a la cancha, y mi primera vez era mágica. Banderas repartidas con tiempo, llenaron de color a la gente. Miles y miles de banderas flameaban. Y yo entendí lo que era llorar. Me daba vergüenza porque mi viejo estaba al lado mío. Él mientras me decía, “llorá, desahogate”.

El tiempo se detuvo casi, cuando metieron el gol los mexicanos. Era una Cruz muy pesada la Azul. Ahí de nuevo se empeñó en no pasar. Mucho menos en los penales. Cada paso hacía eco en un estadio expectante. Estaba casi mudo el mundo, estaba nerviosa la cancha. Pero no callada. Eso no pasará jamás. Menos aquel día. Y uno que estaba con el nudo más ciego de todos en el estómago, entendió que el corazón habla. O delata. Como escribiera Edgar Allan Poe, en su “Corazón Delator”, el mío me revelaba. Yo lo escuchaba cuando no escuchaba más nada. El latir crecía y crecía. Y en un punto se volvía molesto ese sonido.

La explosión llegó con el “¡Boca te amo!” en el último penal. Mi corazón se unió con el de mi viejo. Competían por saber cuál latía más fuerte. Yo hasta ese día no sabía lo que era sentirse vivo. Respirar, caminar, abrazar uno por uno a los que estaban ahí. Aferrarme a la historia de Boca, con mi historia.

Ese día entendí lo que era el amor también. Y que hay lágrimas que saltan por lo hermoso, la gloria, por el clímax. Por ese momento donde la vida mata a la muerte…
Cuando el final fue feliz, me arrodillé con mi viejo y él no me dijo nada. Ya no me dieron vergüenza las lágrimas. Él lloraba conmigo.