En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, un homenaje a esos primeros familiares, que compartieron con nosotros este amor.

De chico, cuando mi abuela me agarraba la mano para visitar a los parientes, los domingos tenían un sabor especial. Caminar hasta el destino, era una aventura. Inclusive sabiendo que esa calle a contramano, era la misma cada domingo. No importaba, en cada tarde, una historia siempre aparecía. Duraba lo que tenía que durar, unas seis cuadras que siempre tenían una pausa en una casona de Colabianchi y San Luis, en Villa María, donde las ventanas de un sótano daban misterio, miedo, intriga y la curiosidad para asomarse a mirar… no sé qué.

Llegar a la casa de Teodoro era una alegría, porque el tío abuelo era más abuelo, que tío. Era más amigo que pariente. Uno de esos que te transmite gestos, de los que uno aprende las mañas por así decirlo. Hasta el día de hoy, cuando veo cómo cruzo las piernas, lo veo a él.

La vida quiso que mis abuelos se fuesen demasiado temprano. Uno de ellos, ni llegue a conocer y es de quien más cosas llevo. Ambos eran de Racing y no sé si hubiesen podido inculcarme algo de eso. El tema  es que Teodoro, nunca pudo inculcarle la azul y oro a Nicolás, por lo que salió fanático de la Academia. Un cruce bastante particular, como gracioso…

Confianza ciega

Teodoro siempre se reía y levantaba la cabeza como para mirar. En mis infantiles años, yo no entendía muy bien porqué, ya que no era alto. Hasta que la realidad me golpeó de seco. “El tío no ve”, fue la aseveración más certera y dura, casi como la caída en el campo que lo llevó a su condición, sin operaciones que pudieran cambiarlo. De ahí en más, la amistad tomó un giro insospechado. Por Boca, por él, por mí y por lo compartido.

Sentado al lado de la cama, o en la cocina con su radio a transistores Noblex (una viejísima, con un verde hermoso), pegada a la oreja, siempre se quejaba cuando alguien hacía ruido si jugaba Boquita. Cuando yo llegaba me saludaba y me hacía sentar al lado, haciendo la seña de que por ahí había una silla. Y me preguntaba… Siempre me preguntaba.

Eran épocas donde las respuestas eran: “Mi jugador favorito es el ‘Manteca'”; “La semana que viene sí o sí hay que ganar, los recibimos en nuestra cancha”; “Debutó hoy, dicen que es muy bueno y la gente ya lo ovacionó”. Él preguntaba, siempre pregutaba…..

Lo esencial es invisible a los ojos

Un día me topé con el mar y después, con el tiempo, con la mejor forma de describirlo, gracias a las palabras de Eduardo Galeano. En una historia que se llamaba así, el uruguayo escribió:

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur.

Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

—¡Ayúdame a mirar!”.

                Recuerdo que me quedé mucho tiempo leyendo y releyendo, sin saber por qué. El recuerdo iba mucho más allá de ser testigo de ese panorama celeste, de esa unión del cielo y el agua en el horizonte, de eso que no alcanzan todos los ojos del mundo para abarcarlo. El recuerdo, me llevó a mis años donde en la casa del patio grande, me sentaba con el flaco Teodoro. En nuestra relación, Diego era él y Santiago era yo. En cada domingo, él sentado, cuando me tocaba la cara antes de saludar, cuando dirigía el rostro hacia donde escuchaba la voz, me estaba diciendo lo mismo.

                Creo que mi “abuelo tío” fue el primero que pudo haber depositado confianza en mí. Sin importar lo errado o acertado que hubiese estado. Me escuchaba, mientras bajaba el volumen de la radio, o solo molestaba para pedirle a mi Tía “Negra” un vaso o algo que comer. Solo nos callábamos cuando Boca atacaba, intuyendo una jugada de peligro.

Con el paso de los años, uno se da cuenta, de que lo más difícil pudo haber sido eso. Contarle a alguien lo ocurrido, lo que aconteció. Las incidencias del juego y más sabiendo que no tenía opciones de corroborar, ni de refutar. Que escuchaba atento, con ese sentido que se profundiza en alguien que no ve. Y a 15 años de su partida,  entiendo que lo esencial, siempre en nuestra relación fue el Club. Y no importaba que no lo viera, si lo hacía yo. El escuchaba y se imaginaba, sabía de los colores, sabía de lo que hablaba. Y me instruía, me contaba historias de antaño, formaciones de sus épocas, cuando la mística era algo reciente. Él me sentaba a su lado, para que escucháramos juntos el “Boca, mi buen amigo”. Aprender a escuchar, para luego responderle. Sospechar que le pasaba por dentro, como veía a su equipo del alma, cómo lo veía con su alma.

Y a 15 años de que no está, cada domingo que veo a Boca o voy a la cancha, cuando no canto o grito entiendo que es porque me acuerdo de su  pregunta: “¿Cómo lo ves a Boca? Ese era su pedido inconsciente: “Ayúdame a mirar”.